Caminaba lento, porque tenía mucho que pensar. Me cabreé porque me di cuenta de lo indecisa que era a la a cerca de mi futuro inmediato y del de los demás. Que egoísta podía llegar a ser. Llegué a una plaza y empecé a llorar, echando en falta cosas que creía olvidadas. Viajé a mi pasado, y empecé a pensar porque todo había cambiado tanto, en que momento perdí lo que creía importante y eché la culpa a mi orgullo, a mi estupidez, a mis amigos. Seguía llorando. No me cuestionaba el dolor, porque eso hace tiempo que dejó de importarme. Cuando pasas un tiempo depresiva, el dolor deja de tener la importancia que debería, por eso el sufrimiento futuro para mí era una tontería: todo menos la muerte es solucionable con un parche. Por tanto tenía claro que yo no era el problema, era él. El único perjudicado en todo esto era un corazón que tenía yo, pero que no me pertenecía. Era consciente de que le ponía como prioridad, pero también era consciente de que su bien no iba a la par con mi felicidad. Y eso a mí, la única cosa que realmente importaba en mi vida, no me hacía bien. Él me quería, y eso no podía ignorarlo, y al ponerme en su lugar me daba cuenta de que quisiera las cosas claras, la verdad, por muy dolorosa que fuera. Pero al ser yo, que era la que era, no podía decirle las cosas claras, porque ni yo las tenía, ni podía elegir, porque lo quería todo: a él y a los demás.
Escuchar ya no me interesaba, porque lo único que quería oír es mi voz diciéndole lo que me pasa, lo que siento, que todo es una mierda y que soy una niñata. Fingir nunca se me dio mal, pero llega un momento que me cansa, sobre todo cuando lo único que quiero es que llegue el verano para separarme de él y parecer que son las circunstancias, y no yo la que toma la decisión de un final.
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